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  • 28/08/2022

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¿Quién fue san Agustín?

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Ilustre doctor de la Iglesia y obispo de Hipona, san Agustín es uno de los cuatro padres de la Iglesia latina. Celebramos su fiesta junto a la de su madre, santa Mónica.

San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354, y fue uno de los tres hijos del matrimonio formado por Patricio y Mónica, dos modestos agricultores de Tagaste (la actual Suq Ahras, un asentamiento fronterizo entre Argelia y Túnez). Agustín, junto a su hermano y su hermana, disfrutó de una infancia feliz, aunque no le gustaban ni la escuela ni sus asperezas. Y, pese a ello, su inteligencia despuntaba rápidamente, por lo que sus padres hicieron todo lo posible para favorecer su desarrollo a fin de que alcanzase un éxito del que ellos también podrían beneficiarse. Por ello, tuvo la oportunidad de cursar sus estudios primarios y secundarios en las mejores instituciones, finalizando su formación universitaria en Cartago, donde pronto pudo convertirse en profesor de retórica y literatura.

Su madre, la que se convertiría en santa Mónica, era una cristiana ejemplar. Su padre, a pesar de ser pagano, no se opuso a que ella educase cristianamente a sus hijos. Ya de niño, Agustín recibió el sacramento de los catecúmenos: el signo de la cruz sobre la frente y la sal en los labios, ritos que se consideraban "preliminares" del bautismo. Años después, hacia los siete años, cayó gravemente enfermo y, estando en peligro de muerte, solicitó el bautismo aunque al mejorar se aplazó la ceremonia. Y es que, en aquel momento, había dos tipos de cristianos: los "fieles", que habían recibido el bautismo y, con ello, la promesa de vivir como cristianos; y los "catecúmenos", que preferían mantenerse en segundo plano, en una constante dejación, argumentando que ya llegaría el tiempo de bautizarse.

Como vemos, Agustín fue cristiano desde el principio: bebió, como él mismo cuenta en sus confesiones, el nombre de su Salvador junto a la leche de su madre y lo retenía en su corazón de niño. Aunque es bastante probable que no se acordase demasiado de aquello durante los desmelenados años de su adolescencia.

Entre la sabiduría y la pasión

A sus 17 o 18 años, mientras estudiaba en Cartago, tuvo un idilio con una mujer del que nacería un hijo. Lo llamaron "Adeodato", es decir "Don de Dios". Adeodato recibió el bautismo a los 15 años junto a su padre, durante la noche de Pascua del año 387. Sin embargo, murió prematuramente cuando contaba únicamente 18 años de edad.

Mientras tanto, entusiasmado por uno de los diálogos de Cicerón y fluctuante entre su amor por la Sabiduría (la filosofía) y las pasiones propias de un joven ardiente y ambicioso, Agustín se embarcó en una larga búsqueda de la Verdad. Trató de leer la Biblia, aunque finalmente desistió debido al nefasto latín de las traducciones antiguas. Sin embargo, leía cuanta filosofía caía en sus manos, dejándose seducir tanto por el escepticismo como por el epicureísmo. Se encontraba en pleno proceso de búsqueda.

Más tarde, se dejó seducir por la secta de los maniqueos, grupo que frecuentó durante casi nueve años. El maniqueísmo era una religión oriental, fundada por Mani, que profesaba la fe en un dualismo radical: la oposición entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas? Aquella secta, que pretendía ofrecer una explicación racional sobre el mundo, tuvo una gran influencia sobre la aristocracia norteafricana del siglo IV. Tras su conversión, mediante sus Confesiones y otras obras, se comprometió a luchar contra el maniqueísmo que imperaba tanto dentro como fuera de la Iglesia.

A los 29 años, en el año 383, cambió Cartago por Roma y, más tarde, por Milán, la residencia imperial, donde pudo acceder a una cátedra, convirtiéndose así en funcionario. Era la cima de su carrera. Joven y ambicioso, Agustín perseguía el honor, la riqueza y proyectos como el matrimonio. Para empezar, soñaba con lograr convertirse en gobernador provincial para, posteriormente, acceder al orden senatorial. Su madre se unió a él en Milán para ayudarle a encontrar a una joven y rica esposa: el dinero era indispensable si quería hacer carrera política. Así, Agustín se resignó a repudiar a aquella que había sido su pareja durante dieciséis años. Él mismo cuenta que quedó devastado.

La conversión y el bautismo

Desde su llegada a Milán, Agustín solía visitar, por cortesía, al obispo del lugar, Ambrosio, que le recibía con paternal solicitud. Adquirió el hábito de ir a escucharle los domingos, hábito que, en un primer momento, tuvo su origen en las dotes oratorias de Ambrosio. Sin embargo, poco a poco, su corazón fue abriéndose a la verdad de aquellas palabras. Descubrió el sentido espiritual del Antiguo Testamento. Se trató de un acontecimiento de vital importancia: Agustín podía, por fin, sentirse acogido en las Escrituras.

La historia del cristianismo expone muy pronto la posibilidad de una relación profunda, directa y familiar con Dios. San Agustín es el símbolo de esta fe que dice "tú" a Dios, que le cuestiona y le pide ayuda.

Animado por la lectura de los filósofos platónicos que le aconsejaban volverse hacia su interior, o, por decirlo con otras palabras, "convertirse", se decidió a volverse hacia sí y, bajo la guía de Dios, pudo descubrir la más pura espiritualidad de Dios y del hombre.

Sin embargo, Agustín se planteaba continuamente la personalidad de Cristo. Se lo imaginaba como a un gran sabio que, según los Evangelios, había comido, bebido y caminado; un hombre que había sentido la alegría y la tristeza, que había conversado con sus amigos y que, a fin de cuentas, había desarrollado una auténtica vida de hombre. Sin embargo, no lograba penetrar en el misterio del "Verbo encarnado". Hasta que Simpliciano, un gran pensador cristiano, le presentó el prólogo del Evangelio de Juan como una sublimación de la doctrina cristiana: Cristo es, a la vez, Verbo, Palabra de Dios en Dios y Palabra encarnada, Jesucristo, verdadero hombre, mediador entre Dios y los hombres. Fue otro momento crucial: Agustín pudo por fin descubrir la coherencia de la filosofía cristiana.

A pesar de ello, aún tenía que ordenar su vida conforme a los principios de la vida cristiana. ¡Y aquello costó! Un día aconteció un hecho decisivo en el jardín de su residencia de Milán. Tras un momento de gran agitación, rompió a llorar bajo una higuera. Allí escuchó la voz de un niño que canturreaba: "Toma y lee. Toma y lee." Se trataba de las cartas de san Pablo. Abrió al azar y leyó: «Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rm 13,13-14). Aquello bastó para disipar todo atisbo de duda.

A finales de aquel curso universitario, Agustín y su familia, junto a dos jóvenes discípulos, se retiraron en una pequeña finca en las colinas al norte de Milán que un amigo les había facilitado. Allí pasaron algunos apacibles meses, entregándose a las disertaciones filosóficas, a la meditación y a la oración regida por la salmodia, algo que Agustín adoraba.

En marzo del 387 regresaron a Milán para inscribirse como candidatos al bautismo. Agustín, uno de sus amigos y su hijo Adeodato asistieron a las catequesis de Ambrosio. Y así, durante la Noche de Pascua, del 24 al 25 de abril del año 387, Agustín fue bautizado junto a los otros.

Un retiro anticipado

Agustín no tenía nada más que hacer en Italia, por lo que, junto a su familia, decidió volver a su patria. En otoño del año 387 se encontraban en Ostia, a la espera de alguna embarcación que partiese hacia África. Allí, asomados a una ventana, Agustín y Mónica pudieron experimentar juntos un instante de felicidad mística, un "éxtasis". Cinco días después, Mónica enfermó y murió al cabo de nueve días, a los cincuenta y seis años.

De vuelta en su país, ya en el año 388, Agustín y sus compañeros se instalaron en la casa familiar del primero en Tagaste. Y en aquella región norteafricana, fundó una pequeña comunidad contemplativa. Fue ordenado sacerdote y, más tarde, obispo de Hipona. Luchó continuamente contra las desviaciones de la fe. Murió en el año 430, durante el asedio de los vándalos a la ciudad.

Doctor de la Iglesia, san Agustín es uno de los cuatro "Padres de la Iglesia de Occidente" junto a san Ambrosio, san Jerónimo y san Gregorio.

P. Goulven Madec, La Croix