Descubrir la vocación religiosa

Sentirse llamado

La vocación es un descubrimiento. Como el pequeño Samuel, en la Biblia, cuando «descubre» un día que le habla Dios; me interpela, me llama por mi nombre. Ahí está el corazón de la vocación cristiana. Yo no soy un electrón perdido en el universo, sino que me hallo de cara a Alguien que me sitúa en este mundo tan ordinario, habitual y banal. Un mundo que se vuelve entonces a mis ojos mundo en creación, en desarrollo, que lo acompaña Dios.
Que lo salva Dios.

Si me habla Dios, no lo hará con signos exteriores para los sentidos; nada de truenos, terremotos o fuego devorador. La Palabra de Dios invita a una escucha interior. Dios habla a mi corazón. En el soplo de una brisa ligera. En el murmullo de los que se aman. Susurro del Espíritu de Cristo que ya mora en mí. Es Cristo, el Maestro interior que enseña, que sana, que llama, como en los tiempos de los Apóstoles sus discípulos. Es el amor del Padre que vivifica.
Día tras día.

Si me mantengo a la escucha de esta Palabra interior, podré ver entonces la coherencia de mi vida en los diversos caminos posibles, incluso el de un don sin retorno. Algunos caminos están enmarcados, otros tienen la discreción de un sendero en el monte.
Pero en cada uno nos precede Cristo.

¿Y yo por qué no…?

La vocación no está reservada sólo para ciertas personas, sino que es para cada uno un camino especial. Todos los bautizados sabemos que Cristo invita a cada uno a seguirlo en un singular camino de muerte y resurrección, para que su Vida pueda darse al mundo.

Para algunos, este seguimiento se manifiesta en un compromiso de vida religiosa, mediante una comunidad de vida; un compartir de bienes (voto de pobreza); una acogida respetuosa del otro (voto de castidad); y la aceptación de llamados inesperados en mi vida (voto de obediencia).

Este compromiso en la vida religiosa no es un éxito o una cosa rara. Ni está reservado sólo para las personas más fuertes, o más inteligentes. No, se le propone a hombres y mujeres ordinarios, que aceptan ser signos para todos de la proximidad del Reino de Dios. Se vuelven «signo» por su capacidad de escucha, por su vida fraterna en una alegría compartida, por el perdón otorgado y recibido, etc.

Todo esto no es posible, no tendrá vida, si no está enraizado en Cristo. Lleva tiempo, exige discernimiento entre unos y otros. La experiencia de la vida comunitaria es con frecuencia un buen tiempo para ver claro, para discernir un compromiso definitivo en la vida religiosa.

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